sábado, febrero 23, 2008

Viaje al final de la noche


Hace unos días encontré una foto de tu y yo, sentados comiendo quesos, en el parque de Montsouris. Años sin verla. Primero me hizo pensar en nuestras largas caminatas por las montañas de Montserrat, o aquellas por el Bosque Negro alemán, o por la playa de Barcelona. Sobre todo nuestros paseos nocturnos interminables por los rincones más perdidos de París. Solíamos encontrar todo tipo de personajes, que en realidad estábamos buscando. Me hizo pensar en fines de semana sin salir de mi departamento donde pintábamos, donde tocabamos el trombón y el saxofón. ¿Sigues en la fanfarría? Nuestro eterno insomnio nos hizo encontrarle solución a casi todos los problemas del mundo. Más tarde me llegaron recuerdos más intensos, como aquel abrazo salvador frente al parque del Luxembourg; el más largo, tierno y protector que he recibido; lloraste conmigo por lo que me pareció una eternidad. Ese mismo día me dijiste todo lo que veías en mi, me hiciste recuperar buena parte de la confianza perdida y sobre todo supe al fin para que sirven las historias de amor. Después pensé en tus silencios, que podían ser largos y angustiantes. Pensé en lo duro que era para ti explicar lo que te había provocado algo que habías visto, desde una escena en la calle a una novela recién leida, o una obra de teatro que no sabías bien qué te había dejado. Una buena amiga tuya decía que teníamos la misma sensibilidad y yo sentía orgullo de pensar que podía ser cierto. Tenías una foto de Bukowski con una prostituta en tu cartera y decías que eran tus padres. Sé muy bien lo sóla que te sentiste desde niña; lo difícil que fue siempre para ti saberte al borde de la locura. Me lo contagiaste. Cuando desapareciste de forma extraña, no volví a ser el que era antes de ti. Días después de que saliste de mi vida fui a tu casa a dejar tu llave y algunos objetos que estaban en el fondo de mi cava; me permití por primera vez hojear los cuadernos donde escribías todo tipo de pensamientos. Fue muy fuerte, tenía la impresión de estar leyendo a Virginia Woolf. Eso me hizo aún más dolorosa mi nueva situación. Me tuve que reinventar por completo para no vivir con una ausencia tan presente. Como si hubiera perdido mi tercer y cuarto brazo. Decidí hacer deportes extremos para no volver a pasar fines de semana en París. Busqué paredes cada vez más altas para escalar. Descubrí todas las disciplinas del paracaidismo; incluso, después de varios cientos de saltos, me volví fotógrafo y camarógrafo de caída libre. Por cierto, creo que no soy malo en eso, ya te mostraré algunas en algún momento. Te he seguido un poco la pista. Sé que has participado en festivales de teatro y cine en muchos países de Europa. Me encantaría saber que te fuiste a Vietnam; era tu idea fija. ¿A cuántas obras de teatro asistimos gracias a la asociación que dirigías? ¿Cuántas noches enteras no se nos fueron tratando de encontrarle el sentido a algo que nos intrigaba? Me acuerdo de esa mañana que tenía que irme al trabajo pero no pudimos interrumpir la plática sobre la pareja que había decidido morir juntos durante un salto en paracaidas al comprender que uno de los dos no podría librarla; también de todas las vueltas que le dimos al caso de la maestra que convenció a su alumna que abortara. Encontré un video tuyo por ahí. Estás bajo el edredón, me cierras un ojo y te ries. Lo he de haber visto cientas de veces antes de esconderlo en un folder recóndito para que no me fuera a hacer daño. Conocí unos meses después de dejar de saber de ti a una chava con tu misma risa. Me volvió loco. De hecho nos volvimos buenos amigos y fue ella misma la que hizo que el mero último día que pasé en París, después de más de seis años, fuera de los mejores que me dió esa ciudad. Lo que descubrí contigo me transformó. Como las formas de alimentar al mismo tiempo la complicidad y el misterio, nuestros rituales -como tomar té entre cada dos momentos para hacer un tercero-, o nuestro afán de buscar croissants recién salidos del primer horno de la mañana. También me cambiaste por los autores que tanto leías y que luego devoré, con la impresión de que te podría encontrar en medio de las páginas que solías citarme. Louis Ferdinand Céline se volvió mi autor de cabecera. Pocas veces he sentido la impresión de integridad y oportunidad que tuve cuando terminé el Voyage au bout de la nuit, sentado en la cima de la duna más grande que encontré en el desierto del Sahara. Nada volvería a ser igual. Entre las páginas se quedaron finísimos granos rojos y naranjas que a veces voy a buscar para tratar de revivir ese momento y los días que siguieron. La Mort à credit se la regalo a todo el mundo desde entonces. También está Musil que tanto te costaba explicarme. Yo resumiría El hombre sin atributos como un tratado filosófico que, por un lado, cubre de forma exhaustiva cada aspecto de la naturaleza del hombre y, por otro, propone una forma de romper con los esquemas. Sé que no estarías de acuerdo ya que no eras fanática de mis síntesis, como si las concepciones que se hacen del mundo debieran estar siempre enredadas para ser genuinas. Y conseguiste sacar toda la torcidez de la que soy capaz. Cada momento fácil era sistemáticamente seguido de unos cuántos de confusión, de angustia y de falta de lucidez de alguno de los dos. Dejó de ser vivible. Te vi alguna vez, años después, en un pasillo del metro con alguien más. Los dos se veían angustiados y ni siquiera iban de la mano como siempre fuimos nosotros. No lo envidié. Hace un par de meses, sabiendo que había que decirle adiós a mi ciclo en París, desbloquié nuestro rumbos: entré a nuestros cafés en la rue Monge, también atravesé de noche la calle Watt en el 13, una de las pocas calles dónde no hay nada, y justo por eso lo hay todo. Te busqué desde la calle en el departamento que tenías cuando te conocí; casi vi el fantasma de ti, desnuda, abriendo la ventana antes de que el humo nos asfixiara. También me senté en la banqueta frente a tu nuevo edificio en Montmartre. Estuve a punto de hablarte por teléfono para decirte que estaba ahí, después de tantos años, y por última vez; pero no hubiera sido buena idea romper nuestro verdadero adiós. No se si volveré a combinar sexo y lágrimas como en ese último día contigo, consiguiendo una mezcla extraña de ternura, deseo, respeto, tristeza y esperanza. Sobre todo pasión. Qué fuerte fue. Si te interesa saberlo, no podría ni comparar ninguna otra historia con la nuestra en ese sentido. Rescaté un dibujo de cuerpo entero que hiciste de mi; por años decoró mi cuarto. Después me lo escondí para demostrarme que le estaba entrando en serio a las historias que siguieron. Pienso en sacarlo y restaurarlo. Justo mañana me mudo a un nuevo departamento, cerca de mi nuevo trabajo, ambos junto a una de las más majestuosas avenidas de la Ciudad de México, el Paseo de la Reforma. Caminar por ahí contigo es parte de esa larga lista de momentos que no vivimos. Creo que ahora soy feliz, o puedo serlo regularmente con lo que me rodea. Siempre pensé que daría varios dedos de los pies por que tu también llegues a serlo.

2 Comments:

Blogger Johanna Perez Vasquez said...

No sé cuántos meses pasaron desde que pasé por aquí la última vez, es evidente que pasaron muchísimas cosas en tu vida, pero esa esencia, la del hombre increíble y maravilloso, esa especie que parece escasear tanto sigue intacta y por eso eres feliz, porque construyes ese estado a diario, a pesar de que el viento no esté a favor.

7:40 p.m.  
Blogger Unknown said...

wow, siento que leí una historia muy muy lejana, de casi otra dimensión. con personajes que incluso ya no viven en este momento...
muy intenso, lleno de esos resultados que solo son provocados por los climas adecuados, las calles perfectas, los sabores indicados que en el momento preciso y que dejan de ser sencillos para volverse historias complejas...

5:07 p.m.  

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