La señal
Nunca había sido de los que caminaban: lo suyo era volar. El aire que entra por los poro de su piel mientras mantiene su cabeza lo más firme posible para conservar la dirección. Los brazos extendidos, o simplemente detrás de la espalda; en este último caso, el cuello va más tenso, sobre todo al momento de girar. Sabía que en cuanto recibiera la señal esas serían sus únicas preocupaciones. ¿Qué tan alto tengo que ir para dejar de ver ese pueblo instalado en medio de las montañas? ¿Cómo hacer para volar lentamente de espalda a la tierra y con los ojos cerrados sin perder ni la estabilidad ni la dirección? Mientras tanto esperaba. Esperaba haciendo caras a los que caminaban por las calles y sentía un pequeño triunfo cuando alguno respondía con otro gesto. Estaba acostumbrado a las miradas burlonas a su alrededor mientras corría con pasos largos y un lento aletear en los brazos en medio de las grandes avenidas. Procuraba quedar suspendido en el aire el mayor tiempo posible antes de dar el siguiente paso. A veces, mientras esperaba en algún lugar despejado fijando el horizonte, solía fingir lanzar piedras a los pájaros para hacerlos volar a su antojo. La espera es más agradable en lo alto de los edificios; desde ahí se puede saludar a los que se asomaban por las ventanas. Esas eran sólo distracciones; en el fondo, lo único que daba sentido a todo era la espera de una señal. La señal que pondría fin definitivo a la espera. Tenía una idea vaga de cómo sucedería. Transcurrió su niñez y adolescencia sin que recibiera nada parecido a lo que tendría que ser la señal. De cualquier forma, ni un sólo segundo dudó que tarde o temprano la vería ¿O la oiría? ¿Tal vez la olería? ¿Quizás simplemente la soñaría? Posiblemente la soñaría, así como soñaba con playas blancas llenas de dunas; con mares profundos con ballenas gigantes paseando en grupos; con montañas llenas de cicatrices más viejas que cualquier especie viviente de este planeta, y que se encadenaban unas con otras por varios miles de kilómetros; con islas que parecían sonreírte en medio del océano; con cráteres en violenta erupción, como si quisieran decir algo muy serio; con nubes tan heladas como la mirada de algunas personas. Esa tarde de espera, mientras fingía arrojar una roca sobre una paloma que caminaba a pequeños pasos como si reflexionara sobre su porvenir, ésta, en lugar de alejarse sorprendida, voló para titubear unos instantes sobre su cabeza antes de posarse delicadamente sobre la mano que había arrojado la piedra imaginaria. Buscó en sus ojos, en su mente, en sus pulmones, incluso en su estómago, pero no encontró la menor sensación de duda. Al fin estaba ahí. Con las pequeñas garras de la paloma sujetando, y sujetada, alrededor de su pulgar, y con toda la felicidad del mundo en el corazón, corrió hasta el edificio más alto que conocía, y subió brincando los escalones de cuatro en cuatro hasta llegar a la azotea. Una vez en lo alto empezó a reír. Las carcajadas atrajeron la atención de la gente que deambulaba decenas de metros bajo sus pies. Y la gente se detuvo en las banquetas, la gente detuvo sus coches, los de las ventanas dejaron sus escritorios. Sus carcajadas rompían un total silencio que se había creado al mismo tiempo que el sol se escondía detrás de la última montaña que marcaba el límite de la ciudad. Adiós sol, es mi turno de brillar. Supo que era el momento y, seguido con precisión por cientos de miradas confundidas, saltó. La paloma inmediatamente aleteó en la misma dirección. Ahí estaba él, y el aire, y el edificio detrás donde sus pies habían estado pegados hasta un instante atrás. Ya no los necesitaba, ni los pies ni el edificio. Era hora de empezar a olvidar la fuerza de gravedad que lo había mantenido prisionero del suelo por tantos años. Los rostros, pequeños, muy abajo, lo contemplaban con las boca y los ojos más abiertos de lo que pudieran recordar haberlos tenido alguna otra vez. Podía oler la envidia de casi todos. Estaba tan contento que sintió su cuerpo diminuto para contener sensaciones de tal magnitud. Miro la paloma que, desde un segundo atrás, y para siempre, volaría junto con él. Cerró los ojos mientras repasaba las imágenes de sus sueños que ahora serían realidad. Su nuevo hogar las nubes, las alturas. Era tal su felicidad que no pudo darse cuenta del momento en que su cuerpo se hizo pedazos sobre el concreto. Cuentan que su cara conservó una tal expresión de calma y satisfacción que provocó un incómodo y extraño deseo entre todos los testigos.
3 Comments:
" tout est comme une rivière. On n'entre jamais deux fois dans la même eau". Héraclite, philosophe grec
La vie est un changement permanent et la seule chose qui ne change jamais c'est que tout change tout le temps!
Justamente me estaba acordando del buen Heráclito el otro día pero, perdón por la estulticia, ¿cuál era la relación con este cuento?
Efectivament Don Heráclito no viene mucho al caso en mi cuento sobre el gato volador. Supongo que alguien moría de ganas de citarlo y encontró este lugar propicio. Vaiustéasaber!
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